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El Guardián exiliado

  • Foto del escritor: Raul Sanz
    Raul Sanz
  • 3 ago 2021
  • 16 Min. de lectura

Este relato es el primer texto que abre la trama del universo ficticio que estoy construyendo. Tengo algunas novelas en el tintero, algunas acabas como La Luz del Ocaso y otras a mitad del proceso como Lenguas de Fuego. Pero por ahora, si queréis adentraros en este universo al que he nombrado Aezara os sugiero que leáis el relato.

Phoenix soltó un grito ahogado y alzó la antorcha que agarraba con su mano derecha. Las llamas danzaron en el metal de sus guantes en el momento en el que encontró el mural de piedra con las inscripciones de los Guardianes. Cierto era que se había perdido en otros dos mundos antes de aterrizar en Daperium, y unos minutos atrás maldecía pensando que se había vuelto a equivocar. Pero nada más lejos de la realidad, aquel mundo era el correcto, tenía que serlo.

¿Qué nuevos secretos le revelarían las pinturas esta vez? El hombre encajó la antorcha entre dos rocas y se frotó las manos procurando que el metal de sus guanteletes no hiciera demasiado ruido. Phoenix soltó una profunda bocanada de aire que se condensó unos instantes. Cuando había llegado al planeta no sabía con qué se iba a encontrar, así que había tenido la sensatez de poner un abrigo de piel en su equipaje. Era un hombre poco corpulento, e incluso abrigado el frío parecía calar en sus huesos.

Su oscuro pelo corto se camuflaba con el entorno, y las facciones de su regia mandíbula se contraían mientras trataba de descifrar lo que ponía en el mural. En el centro de la pared había dibujado un enorme orbe de muchísimos colores diferentes del cual brotaban rayos en diversas direcciones. Se acercó inconscientemente y pasó un dedo por la piedra. Los rayos golpeaban representaciones de bosques, montañas, ríos… Nada que no hubiera visto por ahora en otros murales. Si no era diferente al resto, aquel orbe debía de ser la condensación de energía vital que alimentaba al planeta y le confería la conexión con los otros planos de la realidad.

Phoenix retrocedió unos pasos y cogió de nuevo la antorcha. Necesitaba darle otro enfoque, aquello era tan grande que no acababa de encontrar la lógica de los dibujos.

—Vamos… Tiene que haber algo, no puedes defraudarme… —rumió mientras movía la antorcha para alumbrar diferentes zonas.

Entonces, algo se encendió en su cabeza. ¡Allí estaba! Entornó los ojos y reconoció un cuadrado entrelazado junto a otros dos en sus esquinas superior izquierda e inferior derecha. Los rayos de colores rebotaban también en estos cuadrados, burdas representaciones del plano físico en el centro, el plano astral en el lateral izquierdo y el plano onírico en el otro lado.

—¡Así que tenía razón! —exclamó más de lo que debía en un arrebato de emoción.

Sabía que las escrituras de los Guardianes del Aezara no le iban a defraudar, si aquello estaba allí era o bien porque Daperium había tenido una base suya en la antigüedad o porque alguna civilización había sido capaz de deducirlo. Lo cual no le hacía especial gracia, lo último que quería era pelearse con alguien o tener que dar explicaciones.

El hombre siguió durante horas inmerso en su búsqueda por encontrar todos los secretos que escondía Daperium. Deseaba poder marcharse cuanto antes, inmiscuirse en los asuntos de otros mundos era una de las pocas leyes que le habían inculcado los Guardianes que todavía respetaba. Si bien técnicamente había dejado de ser uno al desobedecer al Consejo, estaba convencido de que le perdonarían cuando cumpliese con su cometido.

Sacudió la cabeza y se llevó la mano a la frente, que comenzó a frotar con un increíble control de sus emociones. Lo habían llamado estúpido, le habían dicho que no era merecedor de los poderes que ostentaban los Guardianes y se lo habían arrebatado todo. Y él lo único que había hecho era vaticinar la destrucción del Aezara.

Encontraría las respuestas que no había podido presentar y demostraría que no estaba equivocado. Con suerte, lo haría a tiempo para evitar el cataclismo. Al recordar la importancia de su contienda, retomó con una motivación renovada el descifrado del mural. Se había ido moviendo hacia la derecha, avanzando en lo que parecía la cronología de la civilización que allí existió. Al parecer, la condensación de la energía vital había dotado a los habitantes del mundo de la capacidad de controlar la exuberante vegetación del entorno e incluso la actividad tectónica del planeta.

Lo cual, por supuesto, había acabado descontrolándose. Un poder que, sin duda, entraba en la lista de los candidatos a causar cataclismos sin ton ni son.

Ahora, solo necesitaba hacer una cosa más.

—¿Dónde te escondes eh? —susurró pensando en la condensación de energía vital.

Si todavía pudiera usar sus capacidades como Guardián no tendría problemas en detectar la fuente de energía. Se sentía impotente, frustrado y con ganas de gritar lo mucho que odiaba a aquellos arrogantes ignorantes. No debía de estar lejos, pues por limitado que fuera su instinto, si se había activado lo suficiente como para encontrar el mural, podría explotarlo aun más.


Phoenix anduvo desorientado durante más tiempo del que le hubiera gustado admitir. Golpeó una piedra con rabia y murmuró unas cuantas maldiciones ininteligibles. No lo entendía, el mural había resultado formar parte de una especie de templo antiguo con otras representaciones de sus deidades, las cuales no quiso juzgar pese a conocer la verdad sobre la creación del Aezara.

Su instinto le decía que allí debía de encontrarse la condensación de Daperium. ¡Era como si su rastro impregnara el ambiente! Y no es que la energía vital fuera precisamente fácil de ignorar. La primera vez que había visto una fue en el planeta Tamarek, un orbe del tamaño de su cabeza que flotaba en un pedestal. Era tan brillante que le costaba fijar la vista sin entrecerrar los ojos, pero lo que más le impresionó fue la cantidad de energía en estado puro que podía sentir. Era como si todo su cuerpo resonara en sintonía con aquel orbe, que fluctuaba en un hipnotizante movimiento ascendente y descendente.

Cuando estabas tan cerca de semejante cantidad de energía, todo lo que antes habías considerado como un enorme poder pasaba a ser algo insignificante. Desde ese momento, supo que debía reunir todo el conocimiento posible sobre la energía del Aezara y dominar todas sus vertientes. Solo así sería capaz de salvarlo de su destrucción.

Phoenix se apoyó en una columna de piedra con el puño, provocando que repicara el metal. Cerca suya cayó un poco de arena.

—Maldita sea, debería de estar aquí —chasqueó los dientes y avanzó hacia el centro de la sala—. Es evidente que aquí debían de guardar algo importante, esos murales contenían demasiada información como para compartirla con todo el pueblo. Por el Aezara, si es que este altar rezuma energía. ¿Por qué no está?

El hombre se quedó absorto esperando una respuesta que sabía que no llegaría jamás. En medio de la sala se encontraba un altar de piedra pulida con ornamentos abstractos. En su parte superior estaba hundido, como si hubiera servido para depositar un objeto redondeado… De pronto, Phoenix notó que se mareaba. Su intuición no le había jugado una mala pasada, tan solo había sido demasiado lento interpretándola.

Así pues, suspiró y se dio un leve golpe con el puño en la frente. Puesto que él había sido un Guardián antes del exilio, sabía que si recurría a la energía astral acabarían encontrándolo o bien su antiguo pueblo o bien los misteriosos ladrones. Y también sabía que si no se arriesgaba estaría cada vez más lejos de ellos y más cerca del cataclismo.

—Qué se la va a hacer, tiempos difíciles requieren de sacrificios, ¿no es así?

Phoenix levantó la cabeza a la vez que llevó los brazos al cielo y fue llenando sus pulmones. Tras unos segundos, llevó sus palmas a la altura del corazón a medida que las juntaba y soltaba el aire. La técnica a la que iba a recurrir la había encontrado durante su visita a un planeta del borde externo del cubo astral cuando vagaba sin una idea clara de su viaje. Aquellas ruinas habían sido la cuna del núcleo de energía del planeta, así que comenzó a tomar la reminiscencia de esta que aun impregnaba la sala. Con cada respiración sentía que su cuerpo se iba haciendo más liviano y ganaba más poder. Entonces, cuando creyó que era suficiente, se sentó cruzando sus piernas y juntó las palmas de su mano. Cerró los ojos.

Una primera ola de oscuridad cubrió su campo de visión. Era en ese momento cuando más concentrado tenía que estar. No era cuestión de pensar, sino de sentir, de dejarse llevar por el pulso que formaba su respiración, como si él mismo fuera el epicentro de un vaivén de energía. Con cada impulso, unas luminiscencias azules empezaron a chisporrotear en su campo de visión. Las primeras veces se sorprendía tanto que abría los ojos al mínimo destello y perdía la concentración.

Por suerte, había aprendido a controlarlo. Cada ola de energía iba formando más puntos azules, hasta que en menos de un minuto habían aparecido tantos como eran posible para dibujar la sala en la que se encontraba con aquel pigmento azulado. Solo que había una notable diferencia: ahora estaba ocupada.

No podía distinguir colores, pero podía contar un total de cuatro seres, al menos uno de ellos con morfología humana. Tampoco es que le importara demasiado su procedencia, poco podría descubrir utilizando aquella técnica, en cambio focalizó su atención en los detalles importantes. En el altar ahora sí que había una forma redonda más brillante que el resto que era sin duda el núcleo. Aquel grupo era demasiado pequeño para lo que él se imaginaba que suponía llevar al universo al colapso, así que era probable que solo fuera un grupo de reconocimiento.

¿Y si significaba que todavía había más por la zona? No, no era el momento, no podía detener la visión una vez comenzaba. Aunque tenía que quedarse quieto, tenía un buen ángulo de visión y pudo ver cómo agarraban el núcleo utilizando una caja extraña. Puede que aquella fuera una de las pocas pistas sobre ellos, así que intentó concentrar energía en aquel punto para hacer más nítida la visión.

—“¡Ya te tengo!” —pensó cuando pudo distinguir un símbolo particular. Se trataba de un punto orbitado por cuatro cubos dispuestos en cruz.

De pronto, algo en su visión tembló. Por un momento pensó que era su propia emoción y que iba a arruinar la oportunidad, pero se dio cuenta de que aquellos seres se asustaron y salieron corriendo. Después de eso los perdió de vista.

Phoenix abrió los ojos dando una fuerte bocanada de aire y exclamó instantes antes de ser consciente de que había levitado unos centímetros. Cayó de culo provocando que el metal de sus protecciones resonara en la sala. Cuando gozaba de sus poderes como Guardián era capaz de aprender en pocos días a utilizar las diferentes expresiones de energía del Aezara. Ahora solo le quedaba una intuición innata que le ayudaba, sí, pero a un ritmo exasperante.

De un salto se levantó y aprovechando el impulso se sacudió las manos, las piernas y estiró su espalda. Si había podido recrear la visión era porque no habían pasado muchas horas desde la visita de los ladrones. Por tanto, si hubiera llegado un poco antes habría podido recolectar aquella energía y evitar que la tuviera su enemigo. Entonces podría haber sentido que estaba más cerca de conseguir su objetivo. Pero no, había fallado de nuevo, como todo lo que se proponía…

—¡Pienso encontraros y salvar al Aezara! —exclamó agitando un puño al aire.

Acto seguido se sintió estúpido y derrotado. Otra vez tenía que empezar de cero en otro cochambroso planeta alejado de la mano de los Guardianes con la esperanza de ser más rápido que sus misteriosos rivales. Allí ya no le quedaba nada, así que le dio la espalda a aquel cementerio sagrado y volvió por los túneles que había recorrido.

El cegador sol del mediodía estuvo a punto de darle de lleno, por suerte tuvo la sensatez de cubrirse los ojos y entrecerrarlos. Aquel condenado planeta era un bosque gigante, pero más grande era su estrella en comparación con aquel mundo. Había experimentado el asfixiante y eterno día de Daperium, y lo más cerca que había estado de la noche había sido en el interior de la cueva. Ahora, toda protección térmica ardía en su piel. Se despojó a toda prisa del abrigo y se quedó con las piezas metálicas por si las moscas. De todas formas, no es que fuera a quedarse allí mucho tiempo y tampoco quería quedarse desprotegido.

Metió una mano en su mochila y comenzó a hurgar hasta que sacó una pequeña tablilla de metal un poco más grande que la palma de su mano. Que le hubieran exiliado no significaba que no se hubiera llevado tecnología de su hogar. Con el dedo índice golpeó con suavidad la superficie de cristal e insufló una pequeña cantidad de energía astral, que se condensó en la yema del dedo con un color azulado. En cuanto entró en contacto con el dispositivo una ilusión salió proyectada en vertical expandiéndose lo suficiente como para mostrar un mapa estelar a escala.

El Cognomicón era una de sus herramientas favoritas, una enciclopedia que contenía todo el conocimiento del Aezara y las leyes que regían los tres planos de la realidad. Se habían encargado de separar el suyo de la red de los Guardianes, así que toda posibilidad de actualización había quedado descartada. Se había tenido que resignar a ir marcando por su cuenta los planetas que visitaba. Tocó la recreación de Daperium y su color se tornó rojizo.

Suspiró mientras que con un movimiento de mano empezó a desplazarse por el mapa. Debía tener en cuenta la fluctuación del plano astral y de los propios planetas, y puede que necesitara información nueva con la que buscar. Tal vez un planeta con un alto nivel tecnológico como Naguru fuera un buen punto de partida. No sabía si las cosas habían mejorado en Idesha, así que por ahora quedaba descartado. Chasqueó la lengua, si no decidía bien habría perdido el tiempo, pero era tan difícil hacerlo…

Phoenix se giró hacia unos arbustos como un cervatillo y se quedó mirándolos con el cuerpo rígido. ¿Había alguien más con él? Puede que lo hubiera metido, estaba muy metido en la proyección. Hizo un barrido de cada roca, cada arbusto y cada tronco que estuviera escondiendo a un posible enemigo. Tras una larga y exhaustiva inspección, comenzó a pensar que perdía el tiempo.

Un pájaro pio sobre su cabeza y aleteó en dirección contraria de donde estaba mirando a toda velocidad. Casi al instante se formó una bandada que huía despavorida. Aquella no era normal. ¿Habría aparecido algún depredador? Phoenix movió su mano con suma suavidad y lentitud en dirección de su mochila, donde estaba seguro de que había guardado unas preciosas dagas. Alargó su brazo, centímetro a centímetro sin dejar de otear a los arbustos. A lo lejos escuchó la carrera de otros animales, por lo que debía de haber algo. Alcanzó el pomo de una de ellas y rebuscó sin soltarlo para coger la otra con la misma mano.

Fue sacando las armas como pudo, procurando no hacer ruido. Sin embargo, desperdició el esfuerzo cuando una pequeña criatura asomó de los arbustos y chilló como un condenado. Al menos tenía las dagas en cada mano, pero cualquier posibilidad de sorpresa la había arruinado su bocaza.

—¿Qué demonios eres, pequeña criatura? —inquirió amasando el mango de sus dagas con las manos.

Se fijó un poco más en aquel animal cuadrúpedo que no debía de medir más de cuarenta centímetros. Su piel era negruzca con tonos morados y parecía babosa, no alcanzaba a ver si tenía escamas pero pelo desde luego no. Su cabeza estaba conectada al torso por un cuello casi inapreciable y su dentadura estaba formada por largos colmillos. Lo miraron unos ojos amarillentos parecidos a los de un reptil.

Era feo como ningún otro monstruo que había visto por ahora en su camino. Y, aun así, había algo en él que le mosqueaba. ¿Por qué era una amenaza para el resto de fauna? Por su aspecto, puede que fuera venenoso, algo así de horrendo tenía que serlo, ¿no? Porque si no, no entendía el peligro que representaba. Avanzó una daga hasta este y le dijo:

—¿Se puede saber qué haces aquí, monstruo? Porque menudo susto me has dado…

El animal soltó una especie de gruñido y el viajero apretó su arma con fuerza. No tenía tiempo para perderlo con tonterías. Chistó y estuvo a punto de guardar su arma cuando, de pronto, la criatura lanzó un bocado al tronco de un enorme árbol a su lado. A una velocidad abismal su color fue cambiando a un negro absoluto mientras el tronco se retorcía y se desmenuzaba desde dentro.

Todo el cuerpo de Phoenix se paralizó.

Aquel ser no era uno cualquiera, se trataba de un ghabe, criaturas la mar de estúpidas con la capacidad de devorar la energía de todo ser vivo. A su lista de talentos se le sumaba la admirable tenacidad que los convertía en unos espectaculares y voraces depredadores que viajaban en manada.

Una gota de sudor surcó la cara de Phoenix. Si había uno, debía de haber muchos más. En un arrebato dio media vuelta y echó a correr. No había pelea posible contra aquellos seres, no había magia que no consumieran antes de que les hiciera cosquillas. Muchos eran los mundos que habían sucumbido ante aquella plaga que se manifestaba de diferentes formas según el planeta.

Si había algo a lo que jamás se acostumbraría Phoenix era a ser perseguido por cuadrúpedos capaces de devorar la energía vital de los seres vivos. El intrépido viajero jadeaba resollando con gravedad mientras buscaba alguna forma de despistar a aquellas malditas criaturas.

Estar corriendo entre los bosques gigantes de Daperium era ya un impedimento de por sí. Aquel condenado planeta era muy bonito, eso no podía negarlo. Era uno de esos rincones del Aezara donde no había florecido una civilización tecnológica que estropease el paisaje. Estupendo para veranear o para irse de aventuras si no se tiene en cuenta que gran parte de la fauna y flora autóctona te puede matar en cuestión de segundos.

Los gruñidos guturales que emitían al menos cuatro ghabe cada vez resonaban más cerca de sus oídos. Por suerte, las constantes experiencias cercanas a la muerte le habían dotado de una mente cuya zona de confort era justo ser perseguido de aquella forma. Phoenix corría esquivando aquellas raíces gigantes y procurando no pisar plantas que lo desmembraran. Tenía que encontrar pronto una forma de darles esquinazo, ya que un enfrentamiento directo contra la manada estaba descartado.

El sendero por el que huía se volvió sinuoso y agreste, incluso le daba la sensación de que las ramas y plantas que cubrían el suelo eran cada vez más grandes y llenaban más huecos. De hecho, estuvo a punto de darse de bruces contra unas ramas al intentar saltar una especie de hongo desproporcionado. Con un rápido movimiento de mano aireó el ambiente cubierto por las esporas que había levantado y, sin respirar, maldijo al estúpido dios que las hubiera creado. Desde luego, no volvería a pisar Daperium ni aunque le pagasen con todo el oro del Aezara. Se levantó un instante antes de que una mandíbula se cerrase pocos centímetros de su cabeza. El antiguo Guardián lanzó un graznido agudo y saltó sin detenerse a inspeccionar si estaba herido o no. En cuanto aterrizó aceleró aun más su paso.

Sin embargo, su curiosidad le hizo girarse para ver a los ghabe que lo perseguían. El inmenso árbol de las ramas en las que había caído había comenzado a tornarse gris y a retorcerse sobre sí mismo. Phoenix tragó saliva con fuerza.

—Ah no, no. Lo siento pero no vais a succionarme la energía vital, ni pensarlo. ¡Si supierais que el universo depende de mí me trataríais con más respeto!

Entonces, los cuadrúpedos se quedaron quietos. ¿Acaso le habían entendido? Inconscientemente aminoró la marcha para observar con detenimiento si de verdad había un rastro de lógica en ellos. Por desgracia, la manada le respondió rugiendo con violencia. Una bandada de aves alzó el vuelo y se marchó de la zona. Antes de que la manada de ghabe retomara la persecución Phoenix ya había salido disparado. Si lo alcanzaban acabaría convirtiéndose en una cáscara vacía que no serviría ni de abono para las plantas.

A lo lejos, el asfixiado viajero escuchó el rumor de una cascada.

Necesito encontrar otro plan antes de que me atrapen o me caiga por un precipicio o a saber que más desgracias me pasan hoy —pensó con sorna mientras procuraba no olvidarse de respirar.

Genial, así que la situación era la siguiente. Podía elegir entre morir desmembrado y arrebatado de toda energía o espachurrado en el suelo, dos destinos que competían por ver cuál era peor. Estaba seguro de que el estrés al que se había sometido desde que pisó aquel maldito planeta le estaba restando años de vida. Suspiró como pudo mientras sorteaba una roca llena de musgo. No le interesaba acabar con ellos, solo necesitaba salir de Daperium.

El hombre aceleró el ritmo y se internó en el entramado de troncos para intentar darles esquinazo. De reojo percibió hojas rasgándose, pasos que aumentaban y que se dirigían todos hacia él. Podía sentir cómo a medida que avanzaba la energía vital era devorada tras él sin contemplaciones. Apretó los dientes con fuerza y torció el gesto. No podía continuar más cerca de aquellos seres, o empezaría a sufrir las consecuencias. Por desgracia el camino terminaba para abrirse paso delante suya un abismo sin aparente final que se extendía formando un desnivel inquebrantable para los ghabe.

Aprovechó para deleitarse de las increíbles vistas que le ofrecía aquel mundo plagado de una descomunal vegetación. Incluso a aquella altura los árboles no quedaban demasiado lejos, y las nubes se rasgaban al pasar por sus copas para juntarse en una especie de mar esponjoso en el que estaba a punto de zambullirse. Era irónico que aquella sentencia de muerte fuera su única vía de supervivencia.

El exiliado Guardián del Aezara alcanzó el borde del abismo y se lanzó de cabeza sin mirar hacia atrás. A su lado lo acompañaron un par de aquellas criaturas, tal vez los más hambrientos o los más estúpidos. Fuera como fuera, iban a convertirse en puré en cuestión de minutos. No pudo evitar sonreír mientras sentía el viento abofetear su cara y empujarla hacia arriba. Había llegado el momento de recurrir al maravilloso plano astral, una de las dimensiones que formaban la realidad.

Dadas las circunstancias, no tenía mucho tiempo para pensar en su próximo destino, así que dejó que el Cognomicón lo decidiera por él. Sacó el dispositivo tan deprisa que una de sus dagas salió despedida hacia el infinito. Extendió los brazos y de sus manos emanaron brumas de un color azulado. Para poder escapar de aquel planeta tenía que crear una brecha en el mar límbico que conectara el plano físico con el astral y así poder viajar de un lugar a otro más rápido. Un pitido lo advirtió de que ya había escogido el próximo destino. El reluciente orbe con el sobrenombre de Naguru parpadeó con ímpetu.

Era hora de salir de aquel asqueroso planeta. El viajero sonrió a duras penas por el viento y lanzó sus manos hacia debajo enviando con ellas un torrente azulado. La energía vital que chisporroteaba mientras caía le golpeó la cara, obligándose a cerrar los ojos por un instante. Aunque no por ello dejó de lanzar energía. Pronto la energía vital dejó de disiparse y se agrupó formando un círculo poco más grande que él. Ya estaba todo listo. Phoenix entrelazó sus manos y las apretó con toda la fuerza que quedaba en su interior. La brecha se abrió liberando una ingente cantidad de energía vital pura, generando una fuerza tan ingente que lo succionó sin que pudiera oponer resistencia si quiera.

Aquel mundo no se había portado demasiado bien con él, pero había descubierto que sí que había un grupo tras manifestaciones de energía como él creía. ¿Era posible que fuera el único con aquel conocimiento? Desde luego, nadie podría encontrar aquel sórdido mausoleo con las inscripciones y la condensación del planeta. ¿Y qué significaba aquel símbolo que portaban? Jamás había visto un punto rodeado con cuatro cubos en forma de cruz, aunque tal vez Naguru pudiera ofrecerle mejores respuestas.

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